Jesús Romero, de notable carrera en la década del 80, tiene un gimnasio en el Bajo Flores, donde asisten 360 pibes. “Quiero ayudarlos como sea a que se escapen de las tentaciones”, describe este hombre que logró el título argentino y Sudamericano, además de ser medallista de bronce en los Panamericanos de Montevideo.
En el barrio Rivadavia, ahí nomás de Cobo y Curapaligüe, todos saben de Jesús Romero, un ex campeón de boxeo que allá por la década del 80 esquivó las piñas de los mejores en el templo del Luna Park. Hoy, lejos de las luces que incluso lo llevaron a sentarse en la misma mesa del Príncipe Rainero, este jujeño de Abra Pampa tiene un nuevo desafío, quizás mayor que su currículum deportivo: ayudar, en su modesto gimnasio del Bajo Flores, a que más de 360 chicos (humildes, con historias de vida duras, algunas irrepetibles…) se “escapen como sea de las tentaciones”, cuenta a punto de llorar.
Su frase de cabecera, la que repetirá unas cuantas veces, es: “Prefiero sacar a un chico de la calle y no a un campeón”. Lo remarca porque él supo y sabe lo que es estar en la calle. “Acá se les enseña a tirar golpes, a estar en óptimo estado físico, a planear una buena estrategia de pelea, pero fundamentalmente se les enseña que tienen que alimentarse bien, que tienen que estudiar, que tienen que ser responsables… Que tienen que ser buenas personas, sobre todo”.
Romero peleó en la década del 80 con los mejores del momento. Era uno de los protagonistas excluyentes del mítico Luna Park.
Romero, a quien la Ciudad reconocerá como “un vecino reconocido por su aporte para mejorar el barrio en el que viven”, esquiva a lo Nicolino Locche detenerse en los tiempos que su amigo Tito Lectoure le auguraba “un futuro de campeón del mundo”. O cuando sus colegas Carlos Monzón y Víctor Emilio Galíndez pasaban “horas en silencio” escuchando los sabios consejos “de vida que uno podía transmitir”.
Hoy, este buen amigo del barrio, prefiere hablar de sus “chicos”. De sus “campeones de la vida”, como los llama. Trae decenas de ejemplos y siempre la emoción le frena el relato. “¿Viste ese chico que está sentadito en ese costado, sin ropa de gimnasia? Agustín… ahora anda con gripe y mejor que se cuide, pobre… Pero llegó al gimnasio con un sobrepeso tremendo. Le dije: ‘De esta vamos a salir juntos…’ En un mes y medio bajó 17 kilos. Llueve o haga 40 grados, él no falla. Encontró una salida y eso me hace el hombre más feliz del mundo…”
A las seis de la mañana, Jesús enciende las luces de su “templo sagrado”. Abre las puertas de par en par y con la ayuda de los chicos saca las colchonetas a la vereda. Incluso, a falta de espacio, algunas terminan en la calle. “A trabajar se ha dicho”, grita el Maestro y no hay uno que “se tire a chanta. Con la ayuda del profe, primero le metemos duro a la parte física. Y después a la técnica. Hasta la nochecita no paramos. Si hay días que nos iluminamos con la torre de la esquina, cuando ya nos agarra la noche.”
“Prefiero sacar a un chico de la calle y no a un campeón”, repite este boxeador a quien la Ciudad considera un vecino destacado por el aporte a su barrio.
El cuadrilátero es chico, pero suficiente para que Jesús baje conceptos simples a sus pibes. “Tire, tire, no afloje…” pide sin tutear a sus pupilos. Afuera, de lunes a sábado, familiares y curiosos se fascinan con los guanteos que dirige este buen hombre a quien hace un tiempito le “pidieron permiso” para hacer una película sobre su vida. “Veremos qué sale de eso… Me gustaría que reflejaran lo que hice y lo que hago. Perdón, lo que hacemos… Porque la familia es clave en todo esto. Mi mujer Esther tiene un merendero donde ayuda a quien sea… Mi hijo enseña fútbol en la canchita de enfrente… donde un día hasta nos visitó Maradona…”
A Jesús no lo atrapan tanto los recuerdos. Ni que fue medalla de bronce en los Panamericanos de Montevideo ni tampoco su título de Campeón Argentino liviano y Sudamericano liviano. Tampoco se detiene en el día que apareció en el tercer lugar del ranking mundial. Mucho menos cuando lo distinguieron como “Ciudadano Ilustre” del Bajo Flores, un reconocimiento de la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Prefiere quedarse con el premio de la OMB (Organización Mundial de Boxeo) por su obra comunitaria, gratuita e inclusiva, habiendo sido seleccionado entre veinte instituciones del mundo entero. Ese, dice con el mentón en alto, es su mejor golpe: la solidaridad.
La solidaridad es una cuestión de familia entre los Romero: la esposa de Jesús, Esther, tiene un merendero; y el hijo da clases fútbol a chicos del barrio.