Resulta ser que para cruzar a la orilla de enfrente, no vale “hacer como si la cruzo”, tomo decisiones que muchas veces no disponen de demasiada reflexión, y me dispongo a cruzarla… ¡de una y sin anestecia!
Las tibiezas quedan con las dudas y los porqués.
Me involucro, me arremango, saco coraje desde lo más íntimo de mis entreñas, le pongo el pecho al meollo y atravieso el río con corriente de frente.
No me asqueo por embarrarme, tragar agua, esquivar palos, enredarme con los camalotes, saltear animales de rapiña. Pensar que puedo ahogarme no entra en las opciones, hago blanco en la orilla de enfrente, que aparece como horizonte.
Siempre, pero absolutamente siempre, aparece un guía experimentado en el contexto menos pensado, ni falta hace que le chiste, acude a mi situación extrema, se para de frente y extiende una mano y un bastón, me dejo conducir sin cuestionar a suelo estable.
Me limpio la cara, tomo agua limpia, levanto una pierna… ¡crucé!
Fui capaz, muy capaz de meterme en el lodo y aquí me tenés, con una sonrisa de oreja a oreja, y brota en mí una belleza pocas veces vista. Florecí de adentro hacia afuera.
Cual loto en medio del barro.
Porque sin lodo… no hay loto.
Con afecto.
Noelia de la Fuente.
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