Allá por los principios de los ’40, éramos habitués del “Bar Ricardo” de la esquina de Rivadavia y Rojas (donde más tarde se instalará Banchero). La barra estaba compuesta por: Tincho Zavala, quien luego sería un famoso actor y que vivía en Martín de Gainza; Zagnello, de la peluquería; Gabrielli el hijo del dueño de la zapatería “Las Novedades” de Rivadavia y Calasanz, Couran el hijo del dueño de la inmobiliaria “Vila Alquila” y quien esto escribe.
En verdad nuestras ambiciones estaban coartadas por la edad, todos mayores de 14 pero menores de 18, no podíamos entrar al Campidoglio, ya que sus mesas de billar y de generala nos vedaban el paso.
Las otras opciones eran el poco glamoroso y limpio “Bar Inglés“ al lado del cine Astro, y el bar de los “Japoneses” cuyo ambiente no nos gustaba mucho.
El “Bar Ricardo”, era entonces nuestro refugio, teníamos una mesa “propia”, casi alquilada, justo en la ochava. Una vista inmejorable, ya que no sólo podíamos ver el ir y venir de gente en la Plaza Primera Junta, cruzando Rivadavia, y saliendo de la boca del subte en la esquina de Rojas. Vista que nos daba sustanciosos temas de conversación sobre alguno con excesiva cara de gilazo, o las muchas chicas que merecían expresiones tales como: “¡Que bombón!”, o “¡Mamma mia, me quiero casar!”, producto sin duda de los entallados vestidos de la época.
Por supuesto que la lejana Segunda Guerra Mundial y el cercano Campeonato de Fútbol (Ferro era excluyente), eran los otros temas favoritos de conversación.
Pero había otro entretenimiento, un poco clandestino según el cartelito de los Edictos Policiales: “Prohibidos los juegos de azar por dinero”.
El juego consistía, ni bien sentados a la mesa y solicitados los cafés o las Bilz de rigor (¡el gallego no nos servía alcohol ni muerto!, ¡Como cambiaron algunas cosas!); sentados y servidos cada uno anotaba en un papel un número de dos cifras y elegíamos la curva de Centenera o Rivadavia. Determinado el sector a controlar, se esperaba a que aparecieran los tranvías y si las dos cifras finales del número de unidad coincidían con alguna de las elegidas por los jugadores, éste se llevaba el pozo (unos 5 ó 10 ctvs. por apostador).
Por supuesto que ninguno se hizo rico con el juego en cuestión, pero sin duda nos entretenía tardes enteras, haciéndonos sentir un poco clandestinos, y aprendimos también a disimular cuando entraba a tomarse un café y una medialuna, de parado, el vigilante de la esquina.
Héctor Bussio