Ambrosio Plácido Lezica se convirtió, en 1846, en propietario de «Los Villorrios de Ancely». A partir de esa fecha los terrenos que se extendían desde la actual Avenida La Plata hasta Centenera a lo largo de la Avenida Rivadavia y la calle Rosario, comenzaron a conocerse como «Quinta Lezica».
En la quinta continuó la producción de vinos que había comenzado Antoine Ancely y se extendió la superficie plantada de árboles frutales.
De vez en cuando, cuando el calor se hacía intolerable en Buenos Aires, aparecían los lujosos carruajes levantando polvareda por Rivadavia. ¿Sería por esa razón que, previsor, Lezica encargó a Francia su lujosa berlina, en 1846?
De la berlina bajaban las niñas y los jóvenes Lezica, ordenados por Doña Rosa, la madre. Autoritaria, organizaba la caravana de peones y sirvientas que iban entrando a la casa los baúles y maletas.
En los veranos la quinta comenzaba a poblarse de elegantes jóvenes. Reuniones y festejos de índole social hicieron necesario aumentar el número de servidumbre, ya no bastaba con la colaboración de los poco peones rurales. La alcurnia de las visitas porteñas requería de una más pulida servidumbre.
Así, poco a poco, y debido al aumento de la producción vitivinícola del interior del país, la quinta va abandonando el rol de unidad productora rural, y se va convirtiendo en una casa de descanso y veraneo de la familia Lezica.
Mientras tanto, el moderno carruaje de hierro del Ferrocarril Oeste, promovido por Don Ambrosio como accionista, pasa a escasos ciento cincuenta metros de la quinta, y hace oficial el nombre del barrio: Caballito
Se decide embellecerla, ya no era negocio el vino flojo de la quinta, sin embargo se mantienen los frutales para consumo de la familia.
Llegaron para Buenos Aires tiempos de guerra. Tuyutí, Estero Bellaco, Boquerón, Curupaytí y tantos otros sangrientos combates. El conflicto terminó con el dueño de la quinta viendo aumentada su fortuna por haber conseguido ser proveedor del Ejército Nacional durante el mismo; en realidad fue uno de los principales acreedores del Estado.
Junto con la contienda llegó una herencia menos triunfal y redituable: la fiebre amarilla.
La peste reunió a los Lezica espantados en la quinta; lejos de la ciudad donde la muerte parecía regodearse democrática e igualitariamente con las familias patricias y los negros del Barrio del Tambor.
Don Ambrosio, ante la posibilidad de una larga estadía, contrató a un jardinero: Blanco, quien más tarde trabajará junto a Thays el famoso paisajista francés.
Blanco es quien le daría su aspecto final de lujosa residencia rodeada de misteriosos jardines. Así, trazó senderos intrincados que de pronto desembocan en fuentes o estatuas, con mucho de aparición mágica.
Fueron plantados nuevas especies de árboles: arrayanes, araucarias, cipreses, laureles y magnolias. Estos se suman a los eucaliptos que Sarmiento, amigo de Lezica, le obsequiara de aquellos siete primeros que hubo importado de Australia.
Hasta un lago con cisnes le diseña Blanco, y una gruta que despierta en los visitantes recuerdos de oscuras mazmorras rosistas. Es que ya el camino del frente había dejado de llamarse «Facundo Quiroga» y estaba próximo a ser rebautizado Rivadavia.
El encanto romántico de la frondosa quinta no sería el mismo sin alguna truculenta leyenda; así surge y se propaga un adecuado relato de una negra bellísima, degollada por celos y envidia de una Lezica. Si hasta cuentan que un hijo de Don Ambrosio se suicidó ahorcado, en un sarmientino eucaliptus, por amor a la negra.
Convenientes fantasmas que inspiran más de una charla nocturna y evitan que audaces jovenzuelos salten la tapia de Rosario en pos de jugosas frutas.
Pero no todos fueron buenos tiempos.
Quién sabe que descalabro económico golpeó a la familia, allá por 1872. Lo cierto es que Lezica fracciona y vende una gran parte de su propiedad. Esta se ve reducida a la faja que ocupa desde Doblas hasta Beauchef, siempre entre Rivadavia y Rosario.
El corazón de la quinta quedó intacto con su vieja casona, con más de casco de estancia bonaerense que de palacio.
Se mantiene orgullosa ante los palacios que comienzan a aparecer por la zona, afrancesados o italianizantes, todos eclécticos, como la nueva Argentina que estaba naciendo parida desde los barcos.
Por el ’74, durante jornadas de desmanes y atentados, como un fantasma que busca su reposo, Ancely vuelve a su antigua propiedad para morir asesinado por un casero.
Más tarde, en el ’81, Ambrosio Plácido Lezica muere a los 70 años. Con el nuevo siglo cerrándole la puerta al XIX, la quinta comienza a decaer.
A los herederos les resulta caro mantenerla y la fortuna se vio reducida, demasiados acreedores y demasiados papeles que se hacen difíciles de cobrar.
La viuda y los hijos vieron crecer la maleza y disminuir el personal a su servicio. Por fin deciden vender la propiedad. Se enteran que el municipio está interesado en construir en ese sitio el palacio municipal, o un parque público. Llevan a la Municipalidad su propuesta de venta, pero ésta les tasa la quinta en la mitad de lo que piden.
Una vieja historia argentina se repite: la Municipalidad expropia la quinta, los Lezica inician juicio; hasta los herederos de Antoine Ancely reclaman por sus derechos que no son reconocidos.
Como todos los juicios, éste tarda, pero una vez concluído, el municipio termina pagando tres veces el valor solicitado en un principio por los Lezica. Los Ancely no obtienen nada a pesar de argumentar la inexistencia de venta de Ancely a Lezica. El Palacio Municipal nunca se construirá en Caballito, y nace el Parque Rivadavia, ya que, a pesar de sus reclamos, se les niega a los Lezica mantener el nombre original.
Finalmente, en tiempo record, se realiza el Parque Rivadavia, que sería inaugurado el 17 de julio de 1928.