Es de notorio conocimiento que el año pasado fue uno de los más difíciles que le tocó atravesar a la escuela como institución educativa. No solo porque los docentes y niños tuvimos que reinventarnos y dar y tomar clases de manera muy diferente a la conocida sino que además nos invadía una incertidumbre que, nada más ni nada menos, tenía que ver con la salud. Un virus altamente letal nos invadía, sin embargo teníamos que enseñar en un contexto poco alentador.
Los maestros dejamos atrás el pizarrón y la calidez del aula para llegar a los niños a través de una fría pantalla. Déjenme decir que fue un trabajo que por momentos se tornaba frustrante. Aprender a usar la tecnología al 100% y llegar a transmitir todo lo que queríamos escribiendo en una pantalla virtual. Sin contar con las exigencias de padres y directivos.
Respecto a los chicos, pocos eran los que participaban y cumplían con las propuestas. Yo los entendía, porque en su pensamiento, no ir a clase implicaba mayor libertad y menor responsabilidad para con el colegio.
A la hora de la promoción, todos pasaron al siguiente grado. Sí. El que entregó todo en tiempo y forma y el que no trabajó en todo el año.
Aquí planteo mi primera pregunta: ¿para qué estudiar y esforzarse si todo vale lo mismo? Ante esto, mi respuesta es que sólo la educación puede salvarnos y sacarnos adelante. Conocer, aprender, mirar, escuchar, discernir, el libre albedrío… solo se logra con estudio y preparación.
Hoy, un año después, vemos que las brechas se agigantaron. Que aquellos a los que les costaba en la presencialidad, se les dificultó aún más en lo virtual.
El rol docente, como siempre, vapuleado: trabajar con la heterogeneidad aún más marcada que antes, dar clases virtuales y subir actividades para los ausentes, citas online con padres, citas presenciales con otros, aulas con “streaming” y la rueda sigue… siempre sigue.
La pandemia nos deja un bache. Un profundo abismo entre la escuela del 2019 y la del 2021. Un año sin escolaridad (aunque muchos digan que sí hubo clases, los que estuvimos dentro sabemos que sí pero también sabemos que no fue en el contexto ideal) es mucho.
Debemos poner todo nuestro esfuerzo y dedicación para salvar la educación de nuestros niños que, en definitiva, son nuestro futuro.
Como docente creo que debemos poner énfasis no sólo en contenerlos emocionalmente (y aquí hago un parate: muchos (colegas y alumnos) perdieron familiares o conocidos a causa del covid) sino que además debemos ayudarlos a construir el conocimiento desde otro lugar. Y aquí viene otro desafío para nosotros, maestros: el 2022, cuando pase el temblor y veamos con mayor claridad el alcance de este caos educacional. Otra vez vuelta a enseñarles a estudiar, a producir textos, a leer e intercambiar ideas, a debatir la actualidad, a operar y resolver problemas matemáticos…
A no bajar los brazos. Nuestra profesión es 100% vocación. Debemos ser más creativos, ingeniosos, audaces, convocantes pero por sobre todo, debemos darnos lugar a la escucha y a la emoción.
Aprendí que esta pandemia no llegó en vano, sino para hacernos más humanos y más dignos de esta generación que viene.