Por María José López Tavani
Decepcionado, quebrado y triste. A más de 3.810 metros en la profundidad del océano Atlántico, cerca de Terranova. Allí, donde un esqueleto y sus entrañas van siendo devoradas por bacterias, por la corrosión salina, por corrientes furiosas. Allí, el bombín del Titanic.
Bombín es un sombrero, diseño de James y George Lock de Mr. Lock, quienes lo llamaron el sombrero de hierro. Más adelante cambió su nombre por bowler debido a sus creadores, los sombrereros Thomas y William Bowler. Tendencia de moda masculina cuando el Titanic partió en su viaje inaugural.
No era el más rápido ni el más adelantado tecnológicamente. 260 metros de longitud y 52 metros de altura, 46.328 toneladas y velocidad máxima de 42km por hora. Casi insumergible, decían. La mayor obra de ingeniería móvil. Construida por la White Star Line, con Bruce Ismay como presidente, en los astilleros Harland & Wolff de Belfast, Irlanda, cuyo presidente William James Pirrie negoció junto a la White Star Line la exclusividad para la creación de nuevos buques.
En 1907 comenzó el Titanic -nro. dado 401- a asomar visión, siendo hermano gemelo del Olympic -nro. 400- y el Britanic -llamado originalmente Gigantic pero luego de la tragedia adquirió ese nombre-. El astillero tuvo que transformarse, tomar la dimensión necesaria para elaborar el barco más pretencioso del mundo. Aún se recuerdan a los ocho obreros que perdieron la vida -conocemos sólo los nombres de: Samuel Scott, John Kelly, William Clarke, James Dobbin y Robert Murphy- y que siguen siendo evocados en Belfast, Irlanda del Norte.
Lo que pocos recuerdan o incluso saben es sobre un misterioso libro, escrito mucho antes de que los trabajadores comenzaran sus tareas. Un libro de 1898 llamado El hundimiento de Titán, escrito por Morgan Robertson. Historia donde un gigantesco barco, considerado insumergible, choca contra un iceberg, arrojando a las heladas aguas del Atlántico a más de mil seres humanos. Con peculiares y numerosas similitudes técnicas y que hacen al viaje, la historia parecería una ensoñación profética por parte de su autor.
Enunciamos anteriormente. No era el más rápido ni el más adelantado tecnológicamente. Pero sí el más enorme y lujoso. Un palacio flotante para la aristocracia inglesa y estadounidense. Una Segunda Clase semejante a la Primera de los navíos existentes. Y una Tercera Clase de pasajeros que soñaban con la “América”.
Comenzó su travesía formal el 12 de abril de 1912 desde el puerto de Southampton, hizo escalas en Cherburgo -Normandía- y luego en Queenstown -Irlanda-, con aproximadamente 2400 pasajeros y tripulantes. Destino: Nueva York.
Piscina con agua tibia. Barberías. Baños turcos. Restaurante a la carta. Salón comedor, principal. Pista de squash. Café Parisiene. Salón de tabaco y brandy. Terraza para los perros. Vistas supremas. Camarotes decorados en diversos estilos, algunos de varios ambientes. Tres ascensores. Biblioteca. Y la gran escalera, conocida popularmente por la película de 1997 de James Cameron. Donde una cúpula de hierro y vidrio comenzaba la experiencia, seguida de ángeles, candelabros, pinturas, reloj, relieves. Primera Clase.
Salón comedor. Biblioteca. Ascensor. Barbería. Camarotes con lavabos. Segunda Clase.
Salón comedor. 700 camarotes con lavabos. 2 baños. Tercera Clase.
A grandes rasgos, ese era el lujo y la miseria del Titanic. Mientras los aristócratas movían teatralmente sus copas, los fogoneros dejaban la piel entre el carbón y las llamas. Más numerosos miembros de la tripulación que, arduamente y escondidos en la médula del barco, daban vida al viento sobre las caras de los pasajeros que paseaban por las amplias cubiertas. Los pocos. Los muchos quedaban relegados a una porción breve pero suficiente para observar la noche estrellada y sin luna. Aquella cuando el bombín del Titanic se sumergió en la oscuridad.
Todos estaban. La pirámide completa. Los ricos, los clase-media, los pobres. Y todos tenían su lugar, estratégicamente asignado. Incluso para morir. Cuando la noche del 14 de abril, poco antes de media noche, el vigía Frederick Fleet vio la cercanía de un iceberg y avisó a su superior, Primer Oficial William Murdoch. Una estructura apenas visible, pero gigantesca en comparación con el transatlántico, una criatura nacida en Groenlandia cuando aún el Titanic ni siquiera era una idea, una criatura que fue golpeada por otras masas de hielo y por feroces mareas pero que siguió su sendero. Y condenó al altruismo, a la valentía, a la cobardía, a la fraternidad, al miedo. A la muerte. A la supervivencia. Mecanismos de a todo babor y detenimiento de motores que no podrían con lo inevitable.
El Titanic chocó de costado con el iceberg, sufriendo cortes agudos por debajo de la línea de flotación. El renombrado y experimentado capitán Edward Smith solicitó saber del impacto y sus consecuencias. Thomas Andrews -ingeniero naval que estuvo a cargo de la construcción- anunció que los compartimientos estancos posibles de mantener a flote el barco habían sido superados y el resto de ellos se estaban inundando. Al barco le restaban dos horas de vida, aproximadamente.
Los barcos salvavidas bastaban para menos de la mitad. Los primeros se cargaron con poquísimas personas. El agua había comenzado su estampida. Los telégrafos fueron fieles a su destino. Enviaron señales de auxilio a todas las embarcaciones. SOS fue de las finales: “Salven Nuestra Alma, Save Our Soul”, en algunas versiones.
2.02 am del 15 de abril. Ya no hay más botes salvavidas, se descubre la premura de las gélidas aguas. Y cada quien se entrega a su particular desesperación. La orquesta comienza a acallarse, luego de haber sostenido el ambiente; quizá con la esperanza de que la música calmase a la fierra llamada hundimiento.
2.18 am. El Titanic se quiebra en dos casi en su centro. El bombín, como otros, quedan dentro de él. Dos minutos más tarde el océano Atlántico, hambriento e irreverente, engulle al transatlántico más grande y lujoso de su tiempo.
1500 vidas que no pudieron ser salvadas.
Ahora, 110 años más tarde del hundimiento del Titatic, el deterioro acuático está provocando su nueva muerte, pues se especula que en más de una década “desaparecerá” y con él, sus aún vigentes misterios. La proa será la próxima. Y al caer su estructura, el interior del barco jamás volverá a ser contemplado.
Sus restos fueron descubiertos en 1986 por el oceanógrafo Robert Ballard -quien estaba realizando una misión espía, por parte de USA, orientada a hallar submarinos rusos-. El principio del festejo se fue convirtiendo para él y sus compañeros en lo obvio: la responsabilidad en la memoria de una tragedia. Asumirla y honrarla desde el respeto.
Con el tiempo, muchas exploraciones arribaron al Titanic. Algunas para recolectar restos y exhibir o comercializar objetos. Como el sombrero bombín. De aquel hombre que eligió permanecer en el barco más grande y lujoso de su tiempo.
Fuentes
-Documental: Titanic a puro detalle
-National Geographic
-BBC
-Ambito.com
-El Confidencial